martes, 24 de noviembre de 2009

La salita


Repaso mentalmente los números de serie de las láminas que cuelgan de las paredes. Sonrío para mí misma. Me parece una muestra de ostentación imperdonable comprar arte con el dinero de los pacientes, en este caso el de mis padres. La inversión de todos los pobres desgraciados que acuden aquí con algún tipo de esperanza. Este pensamiento tan despectivo arma de valor, siento que me crecen las fuerzas para enfrentarme a él. Este lugar tan horrible y fascinante a la vez que sólo por verlo merece la pena haber venido: las carísimas lámparas de diseño y el sofá de cuero blanco, de una marca que no consigo recordar de esas que salen en las revistas de decoración y que no cuadra, para nada con la espantosa alfombra, que está elegida con el mal gusto de quien no mira la etiqueta de lo que compra sino el prestigio de la tienda donde ha entrado. Nos acercamos al final de julio y la sola vista de esta alfombra me produce repelús, aunque el aire acondicionado está fuerte. Y esa combinación de revistas de marujeos y moda, absolutamente actualizadas y del mes en curso, me hace plantearme quién se encargará de comprarlas y tener siempre el último número.

Miro a mi alrededor con un poco de miedo, la gente de esta salita sí que da grima. Es imposible que esa señora salga a la calle regularmente o vea la televisión alguna vez, no me extrañaría que la ropa que lleve sea heredada de su tatarabuela, ¿cómo puede ser tan tópicamente típica? Seguro que ha venido de algún pueblo remoto, donde no existen conceptos como ADSL o wi-fi, está claro que en una ciudad, con esa pinta, no sobrevives.
Y, si no, esa gorda tremenda, ¿qué tendrá que contar? ¿Por qué come tanto?… O ese señor de la esquina, con esa pinta de relamido, que no para de frotarse las manos y mirar al vacío. Seguro que no ha tenido sexo desde el siglo pasado, igual por eso está aquí.

Y conmigo, ¿qué pasa? Yo también estoy en medio de esta fauna, en esta asquerosa sala de espera. ¿Qué narices quiere preguntarme este medicucho? ¿Qué por qué no como? ¿qué por qué les grito a mis padres? ¿Realmente le importa a alguien o es un formalismo social que ellos me hayan obligado a venir? En el fondo tengo la sensación de que no les importará mucho, es decir que no les importaré tanto cuando su coche me ha vomitado directamente en la puerta de este sitio infernal, prometiendo recogerme una hora y media más tarde. Ahora me alegro de que me estén haciendo esperar. Me encantaría salir muy, muy tarde de la consulta. Así me imagino a mi padre dejando el coche en doble fila y refunfuñando mientras mi madre sube a la consulta a ver por qué no bajo.

No como porque no me da la gana. No me interesa estar delgada y no considero que estuviese gorda como para establecer esta huelga de hambre. Simplemente me gustaría desaparecer, que todo el mundo se olvidase de mi. Abrir un agujero en el suelo y taparlo hasta que tenga, de pronto, algo así como treinta años y descubra que mi adolescencia ha pasado y que sólo conservo vagos recuerdos del instituto, la universidad, mi primer trabajo, etc.
Pero, desgraciadamente, todavía me quedan casi quince años por vivir para que llegue ese momento y ahora, tal y como yo lo siento, no estoy segura de poder soportarlo. Prefiero la sensación del hambre al peso de los años que me quedan por vivir. Cuando tienes hambre, no puedes pensar en otra cosa, realmente es una necesidad tan básica, tan primaria y ancestral que te ocupa todo el tiempo. Me hacen mucha gracia esos reportajes tipo sobre trastornos alimentarios que salen en la tele para asustar a la gente con tópicos estúpidos. Ninguno habla de mi caso, afortunadamente, a ver si se cansan de preguntar y me dejan en paz… contra la lentitud con la que pasa la vida no hay nada que hacer. 

No creo que este médico vaya a darme la una respuesta, no hay más que ver su salita de espera para imaginar lo estúpido que puede ser… Más o menos tanto como los que estamos aquí sentados.


No hay comentarios:

Publicar un comentario