domingo, 20 de diciembre de 2009

Ese “walk on the wild side”


Ese “walk on the wild side” también me ha guiñado el ojo a mi alguna vez, pero yo no soy tan estupenda. Ahora se ha llevado a dos de mis mejores amigos… Mi pintor favorito y la ingeniera más prometedora que he conocido. Dos mentes privilegiadas, a las que siempre he admirado. Y que ahora, ya no existen salvo en el fondo de un recuerdo.

La última vez que le vi, seguía considerandole uno de mis mejores amigos. Fue una noche increíble, empezó genial, tenía tantas ganas de verlo, me había hecho tantos kilómetros para que nos encontrásemos. Y claro, había que celebrarlo, así que bebimos mucho, yo y Él también tenía preparadas otras cosas, y nos reímos tanto que traté de no ver lo que era evidente… Me hizo sentir otra vez como en casa, como cuando íbamos al instituto, feliz, libre y sin preocupaciones. Todo lo que bebimos y tomamos aquel día me hizo dejar atrás mi corrección política, esa que tanto me sirve para desenvolverme bien en mi vida diaria. Estaba tan feliz, tan desinhibida, como sólo se puede estar con quien ha crecido contigo y ha compartido mil momentos especiales de la primera juventud. Yo estaba borracha, Él, muy borracho, drogado y perdido… Estábamos en el bar de siempre, que él sigue frecuentando. Con los amigos de antes y yo, simplemente no daba crédito. A nadie le pareció raro el estado en el que se encontraba. Así que, con la poca lucidez que me quedaba, le pedí las llaves de su casa para marcharme.

No me las dejó, me obligó, con la excusa de para una vez que vienes a verme, a estar allí dos horas más. Tiempo más que suficiente para sacar todos mis trapos sucios y, de paso, hacerme todo el daño que pudo mientras no dejaba de beber. Yo pensé que se iba a desmayar, pero no, ahí seguía, en cada frase un dardo envenenado y ponme otra cerveza. Y mi noche de borrachera y risas se convirtió en un infierno. Al final conseguí quitarle las llaves y marcharme a su casa dejándole a él con sus mejores compañías, esas que se han convertido en sus amigos desde que yo me marché a vivir a otra ciudad. Pensé que yo ya había sufrido bastante, ya había visto todo lo que tenía que ver.

Cuando se despertó al día siguiente, me pidió perdón varias veces. Me dijo algo que aún no he olvidado “no me lo tengas en cuenta, no ves que llevo una vida de mierda”. Y sí, en eso tenía razón. Una vida horrible sí que lleva, pero no desde que bebe y se droga a diario, porque casi me había acostumbrado a eso, sino porque hacía meses que no pintaba, que trabaja de reponedor en un supermercado y que su familia ya no quiere saber nada de Él. Le dije que no pasaba nada, recogí mis cosas y salí a escape, un día antes de lo previsto.

No he sido capaz de cogerle más el teléfono. Y todavía hoy, un año más tarde, no sé qué me duele más, qué me hizo más daño en aquel momento, si todas las cosas que me echó en cara a traición, aprovechando los momentos de borrachera y confesiones, o el verle como le vi aquella noche. Sabía que había estado en desintoxicación, que  se había estado encontrando mejor pero que, de vez en cuando se ponía otra vez, y que bebía mucho porque eso le sentaba bien según él. Un experto en el arte del autoengaño.

Aunque sobre eso, quizá Ella podría darnos una clase magistral. Porque la última vez que la vi, le tenía que repetir las cosas dos veces para que me hiciese caso. Es la falta de atención que provoca la resaca, me dijo, voy a pillar más y así lo celebramos. Había venido a visitarme y no llevábamos más de media hora hablando cuando se marchó. Yo la sabía consumidora esporádica, pero nunca pensé que se le fuese a ir el tema de las manos. Ella, tan perfecta, tan inteligente, tan guapa y tan brillante, ¿cómo iba a tener problemas con eso? Yo no soy quién para juzgar, no estoy aquí para cuestionar lo que hacen mis amigos, me tuve que repetir para aguantar aquel fin de semana. Pero sí, claro que la juzgué, ¿quién no iba a hacerlo? Y también traté de buscar culpables… pero por ese camino no había nadie. Sólo ella y su altísimo poder autodestructivo, y su encanto convertido en veneno. Tan capaz de transformar la realidad como de meterte en su universo paralelo en el que nada, ni nadie es lo que parece.

Fue una visita devastadora, la verdad, un fin de semana en el que navegué con Ella por el lado más oscuro de su mente. Con su inteligencia desmedida, supo hacerme ver lo lógico de su comportamiento. Que con la vida que llevaba, si no fuera por la coca, no aguantaría. Me dijo que, en los momentos difíciles, ahí estaba ella para levantarla, como no estaba nadie. Cuando le llamé la atención con la barbaridad que acababa de decir me dijo que yo estaba equivocada, y se enfadó mucho. Me gritó que no consentía que nadie se metiese con sus hábitos, que era su vida y que nadie podía decirle lo que hacer. Que todos teníamos nuestros vicios y que el suyo era tan válido como el que se gastaba el dinero en coleccionar sellos o zapatos.

Nunca se planteará quién está consumiendo a quién, pensé. Y aguanté la bronca como pude, porque se enfadó conmigo de verdad. Y traté de no juzgarla, de aceptarla y de quererla tal y como es y de acabar la noche en paz. Pero al día siguiente, otra vez igual. Esa falta de atención, esa desgana absoluta que ya le había notado cuando llegó. Aguanté aquel día como pude, tratando de obviar las veces que fue al baño y volvió con ese brilló único en sus ojos. Y también traté de no tener en cuenta las dos horas en las que se marchó de mi casa sin dar explicaciones. Y al día siguiente, la despedí en la estación infinitamente aliviada y prometiendo que iría a verla pronto. No lo he hecho. Jamás permitiría que nadie le hiciese daño, pero de ella misma no la puedo proteger y ahí está el origen del abismo que no separa.

Y ahora, ese “walk on the wild side” que tan especiales nos hacía de jóvenes, se los ha llevado definitivamente. Y, por primera, vez esos recuerdos que teníamos en común ya no tienen la misma gracia. Ahora, simplemente, dejan un sabor amargo en la boca, como cuando te chupas la sangre de una herida.







jueves, 26 de noviembre de 2009

La suma de los "a veces"



A veces todo tiene que acabar para poder empezar de nuevo.
A veces no vale la pena ni pensar sobre ello. Sólo con el tiempo seremos capaces de analizar lo ocurrido y, para entonces, no tendrá sentido porque lo que ahora sucede formará parte del pasado.

A veces tenemos miedo del futuro y, todos, podemos intuir que es estúpido ya que no existe más allá del puro concepto. Pero, a veces, no queremos mirar el presente.
A veces estamos mirando para otro lado cuando suceden las cosas, por eso no las vemos. Y muchas, muchas veces, tenemos tal apego a nuestras ideas que podemos ver sin ellas. Y a veces todo puede ser mentira. Otras no.

Muchas veces miro las cremas para no envejecer que ella deja por ahí esparcidas por el baño y me pregunto qué le pasará por la cabeza cuando se mira, joven, en el espejo y se las pone día tras día como el que reza un mantra. Daría lo que fuera por meterme en su cabeza en esos momentos, pero puedo imaginar los temores que se ocultan tras el ritual.

A veces me paso muchas horas muertas delante del ordenador sin hacer absolutamente nada… Y muchas, muchas veces, me gustaría saber cuál será el cómputo total de horas que pasaré navegando por internet de forma improductiva a lo largo de mi vida. Y cuántas habrán pasado cuando esté muerto… Otras, no muchas afortunadamente, me da por preguntarme por el sentido más profundo de la existencia. Entonces todo aparece borroso… Siguiente página de vídeos estúpidos, por favor, siguiente entrada de la Wikipedia… así todo se diluye.

El tiempo va dejando sus huellas sobre nosotros, sus pasos están marcados, son la suma de todos estos “a veces”.

A veces parece que no va a llegar el invierno… En pleno agosto es imposible imaginar el frío… A veces debería ser marzo y es enero. A veces, todo tiene que acabarse para volver a empezar de nuevo. Otras no ocurre nada. 
Como ahora, nada… nada.

martes, 24 de noviembre de 2009

La salita


Repaso mentalmente los números de serie de las láminas que cuelgan de las paredes. Sonrío para mí misma. Me parece una muestra de ostentación imperdonable comprar arte con el dinero de los pacientes, en este caso el de mis padres. La inversión de todos los pobres desgraciados que acuden aquí con algún tipo de esperanza. Este pensamiento tan despectivo arma de valor, siento que me crecen las fuerzas para enfrentarme a él. Este lugar tan horrible y fascinante a la vez que sólo por verlo merece la pena haber venido: las carísimas lámparas de diseño y el sofá de cuero blanco, de una marca que no consigo recordar de esas que salen en las revistas de decoración y que no cuadra, para nada con la espantosa alfombra, que está elegida con el mal gusto de quien no mira la etiqueta de lo que compra sino el prestigio de la tienda donde ha entrado. Nos acercamos al final de julio y la sola vista de esta alfombra me produce repelús, aunque el aire acondicionado está fuerte. Y esa combinación de revistas de marujeos y moda, absolutamente actualizadas y del mes en curso, me hace plantearme quién se encargará de comprarlas y tener siempre el último número.

Miro a mi alrededor con un poco de miedo, la gente de esta salita sí que da grima. Es imposible que esa señora salga a la calle regularmente o vea la televisión alguna vez, no me extrañaría que la ropa que lleve sea heredada de su tatarabuela, ¿cómo puede ser tan tópicamente típica? Seguro que ha venido de algún pueblo remoto, donde no existen conceptos como ADSL o wi-fi, está claro que en una ciudad, con esa pinta, no sobrevives.
Y, si no, esa gorda tremenda, ¿qué tendrá que contar? ¿Por qué come tanto?… O ese señor de la esquina, con esa pinta de relamido, que no para de frotarse las manos y mirar al vacío. Seguro que no ha tenido sexo desde el siglo pasado, igual por eso está aquí.

Y conmigo, ¿qué pasa? Yo también estoy en medio de esta fauna, en esta asquerosa sala de espera. ¿Qué narices quiere preguntarme este medicucho? ¿Qué por qué no como? ¿qué por qué les grito a mis padres? ¿Realmente le importa a alguien o es un formalismo social que ellos me hayan obligado a venir? En el fondo tengo la sensación de que no les importará mucho, es decir que no les importaré tanto cuando su coche me ha vomitado directamente en la puerta de este sitio infernal, prometiendo recogerme una hora y media más tarde. Ahora me alegro de que me estén haciendo esperar. Me encantaría salir muy, muy tarde de la consulta. Así me imagino a mi padre dejando el coche en doble fila y refunfuñando mientras mi madre sube a la consulta a ver por qué no bajo.

No como porque no me da la gana. No me interesa estar delgada y no considero que estuviese gorda como para establecer esta huelga de hambre. Simplemente me gustaría desaparecer, que todo el mundo se olvidase de mi. Abrir un agujero en el suelo y taparlo hasta que tenga, de pronto, algo así como treinta años y descubra que mi adolescencia ha pasado y que sólo conservo vagos recuerdos del instituto, la universidad, mi primer trabajo, etc.
Pero, desgraciadamente, todavía me quedan casi quince años por vivir para que llegue ese momento y ahora, tal y como yo lo siento, no estoy segura de poder soportarlo. Prefiero la sensación del hambre al peso de los años que me quedan por vivir. Cuando tienes hambre, no puedes pensar en otra cosa, realmente es una necesidad tan básica, tan primaria y ancestral que te ocupa todo el tiempo. Me hacen mucha gracia esos reportajes tipo sobre trastornos alimentarios que salen en la tele para asustar a la gente con tópicos estúpidos. Ninguno habla de mi caso, afortunadamente, a ver si se cansan de preguntar y me dejan en paz… contra la lentitud con la que pasa la vida no hay nada que hacer. 

No creo que este médico vaya a darme la una respuesta, no hay más que ver su salita de espera para imaginar lo estúpido que puede ser… Más o menos tanto como los que estamos aquí sentados.